Crítica literaria de El Código Da Vinci.
Nos ha parecido interesante rememorar esta crítica de El código Da Vinci ya un tanto olvidada pero no por ello menos sugerente.
Seguramente ya muchos de vosotros leísteis en su tiempo el libro El Código Da Vinci del escritor estadounidense Dan Brown pero también, con toda seguridad, habrá muchas otras personas que tienen en mente conocer de primera mano lo que el bueno de Brown plasmó en esas páginas tan famosas.
Hoy desde Elocuencia.org les ofrecemos la crítica de El Código Da Vinci escrita en su día por Clandestino Menéndez y publicada en la desaparecida web Literaturas.com
Crítica de El Código Da Vinci por Clandestino Menéndez.

Lo primero de todo, debo confesar que al final piqué el anzuelo y acabé por comprar (con intención de leer, que es lo más grave) la famosa novela “El código Da Vinci” , del estadounidense Dan Brown. Tras largos meses en que se me ofrecía desde todos los escaparates de librerías, periódicos, estantes de grandes almacenes, hasta laterales de los autobuses; tras una azarosa temporada en la que no se hablaba de otra cosa en el ámbito literario que de sus ventas millonarias; tras muchas semanas en las que amigos, familiares y conocidos no hacían más que instarme a leerla («a ti que te gusta eso de los libros»), al final me vi obligado a adquirir la novela y, a la vista de su grosor (cerca de 600 páginas), sentarme a leerla teniendo bien al alcance de la mano los debidos antieméticos, antihistamínicos e inhaladores contra el ahogo, porque no están los tiempos novelísticos como para ponerse a leer un best-seller así tal cual, sin tomar una serie de precauciones.
La novela comienza ( pág. 13 ) en el museo del Louvre, donde, en medio de la soledad y de la noche, un conservador de la pinacoteca es asesinado por un misterioso sujeto. La escena está narrada de manera muy teatrera (antes de que el uno mate al otro charlan un buen rato, porque el conservador guarda un secreto que se resiste a revelar; al final, como el otro se pone tan pesado, accede a decírselo; pese a ello, no consigue librarse del disparo, para que luego hablen de las virtudes del diálogo) y está narrada asimismo con un estilo muy convencional («cuando usted ya no esté, yo seré el único conocedor de la verdad», se despide el asesino, y el asesinado «sintió el calor abrasador de la bala que se le hundía en el estómago»). En resumen, un arranque donde ya pueden verse las bazas del autor: una prosa lineal y aseadita, para todo tipo de lectores, y una predisposición para el golpe de efecto y la escena vacua, aunque rimbombante y ornamental. Dicho de otra manera, los rudimentos del best-seller. Paso acojonado al capítulo siguiente.
En el cual se nos presenta al protagonista, Robert Langdon, nombre con un vago eco a telefilme de serie B. Langdon es profesor de Simbología Religiosa en la Universidad de Harvard y se encuentra en París para dar una conferencia (algo hay en esto, no sabría decir qué, que suena a falso y hasta a ridículo). Pese a dedicarse a tan árida disciplina, el tal Langdon es todo un dandy y tiene un éxito sin igual entre las mujeres. Tanto así que, en un momento dado de la conferencia ( pág. 20 ), la presentadora, totalmente obnubilatta y sin poderse contener, le llama «cuarentón interesante», entre los parpadeos fascinados de varias jóvenes entre el público. Al profesor de Simbología Religiosa, entonces, se le sube el pavo. Normal.
Al acabar la conferencia ( pág. 21 ), la Policía está aguardando a «il Bello» Langdon. ¿Tal mal ha hablado el hombre? No, es que le piden que les acompañe hasta el Louvre, escenario de un asesinato. Entretanto el guapo Langdon se acicala, se nos habla sobre el asesino del conservador, un tipo albino y que va vestido con hábito de monje para pasar inadvertido. Se llama Silas, pertenece al Opus Dei y, como miembro de esta organización, está obligado a mortificarse el cuerpo con cilicios, látigos, disciplinas y ropa de imitación. También está obligado a obedecer ciegamente. Así, este Silas sigue a rajatabla ( pág. 24 ) las órdenes de un tipo misterioso que se hace llamar «El Maestro», con quien habla por teléfono cuando encuentra cobertura.
Allá va, mientras, Langdon el Hermoso ( pág. 27 ) rumbo al Louvre a bordo de un Citröen ZX, momento que aprovecha Dan Brown para describirnos París al modo turista, pero además turista de viaje organizado, con imágenes de postal y descripciones sosas como pocas (dice, tal que muy emocionado, que allá estaba la Torre Eiffel, «apuntando hacia el cielo», y se le asemeja un falo de trescientos metros de altura). A destacar esta reflexión ( pág. 29 ) que el autor, un poco gabachófobo, hace sobre Francia, «un país conocido por sus machistas, sus mujeriegos y sus líderes bajitos y con complejo de inferioridad, como Napoléon o Pipino el Breve». Ah, claro, Pipino el Breve, ese símbolo universal de lo francés.
Entre esta y otras consideraciones y descripciones de pronóstico reservado llegan al Louvre. Tras varias páginas de opiniones insustanciales sobre lo bonito que ha quedado el edificio con las últimas reformas, y lo feo, en contraposición a Langdon, que es el inspector encargado del caso, llegan al fin ( pág. 42 ) ante el cadáver del conservador, con quien casualmente Langdon el Apuesto había quedado citado esa noche para cenar. Eso le convierte en sospechoso a los ojos de la Policía francesa, de los gendarmes que constantemente son retratados como gente muy bruta y bastante cerril por no fiarse de las protestas de inocencia de un norteamericano. Estos franceses…
Vuelta a la figura del asesino o, para ser más concretos, a la organización a la que pertenece, el Opus Dei. Se inicia aquí ( pág. 43 ) uno de los capítulos más controvertidos (dicen) de este libro, porque en él Brown viene a sostener que el Opus es una organización católica ultraconservadora que obliga a sus numerarios a infligirse duros castigos físicos, que es extraordinariamente machista y que suele andar a la cabeza, como en esta novela, de conspiraciones maquiavélicas. Yo ni quito ni pongo ni opino sobre el Opus Dei, pero después de haber leído la agudeza con que Dan Brown describe París me asombra que alguien se dé por ofendido. Acaso, el pobre Pipino el Breve, al que le han llamado acomplejado por todo el morro, sin dato científico ni histórico alguno.
Retornamos al examen del cadáver ( pág. 48 ). Hete aquí que el conservador, antes de morir, se ha desnudado y se ha tendido en el suelo despatarrado y braziabierto, como el famoso dibujo de Leonardo da Vinci (nadie repara en ello, sin embargo, pese a ser el uno catedrático y los otros, aunque franceses, nos dice Brown que inteligentes y sagaces). Además, el occiso se ha dibujado antes de morir una estrella de cinco puntas (pentáculo) en el ombligo, lo que da pie al gentil Langdon a hablarnos sobre este símbolo a lo largo de la historia. Cuatro largas páginas de tesis de las que sacamos en claro que el pentáculo simboliza la femineidad, aunque no siempre. A veces.

No acaba aquí la cosa, sin embargo, porque el conservador (se conoce que estaba el hombre con el día inspirado) también ha dibujado a sus pies con un rotulador especial un mensaje cifrado de letras y números. Para desentrañar su sentido los gendarmes han llamado al más famoso criptógrafo del lugar, que cuando irrumpe en escena ( pág. 70 ) resulta no ser criptógrafo sino criptógrafa y estar buenísima. Se llama Sophie y ¿quién duda que al final de la historia, después de correr toda suerte de aventuras, se acabará liando con el guapo Langdon? Nadie, lector aborigen, porque en estos best-sellers todo es así de predecible. Aquí radica precisamente una de las claves de su éxito: en ofrecer, sin novedades, ese esquema simplón, rutinario y en el fondo aburrido al que ya están habituados los lectores.
Si antes digo esto, antes viene a sorprenderme en la pág. 75 uno de los capítulos más disparatados y atroces que este sufrido crítico haya leído nunca. Prepárate, lector, porque en él se nos cuenta la vida de Silas, el asesino del Opus. Nacido en una familia humilde de Marsella, a los siete años se escapó de casa tras apuñalar a su padre, alcohólico y maltratador. Una vez en la rue , cito textualmente: «sus únicas compañeras eran las revistas viejas que encontraba en la basura y con las que aprendió a leer sin que nadie le enseñara». ¡Coño, qué tío más autodidacto! ¡Enseñarse a sí mismo a leer! Si no fuera porque es imposible, diría que es prodigioso.
Pero sigue la cosa. Sus lecturas, sin embargo, no debían de ser muy constructivas, porque a los dieciocho años le pillaron robando unos jamones («curados», puntualiza Brown) y entonces le mandaron a la cárcel de Andorra. Sí, lector, has leído bien, Andorra, ese principado famoso por sus presidios. Una vez allí, de pronto (Dan Brown aquí se sentía crecido), un terremoto asola los Pirineos, derrumba la cárcel y Silas aprovecha para escapar. Al borde de la inconsciencia, porque hombre, un terremoto, y sobre todo un terremoto andorrano, siempre impacta, el tal Silas llega dando tumbos hasta Oviedo (efectivamente, Oviedo; Brown estaba en estos momentos sacando humo de la CPU) donde conoce al obispo Manuel Aringarosa (apellido hispano donde los haya, pensaría Brown, en la cumbre de toda inspiración), prelado del Opus, a quien Silas ayuda a construir una iglesia en Oviedo desde la que evangelizar a la gente de los alrededores (aquí Brown más que una libertad literaria se tomó directamente un tripi). Entonces se hicieron amigos, llevaron la religión católica a Asturias y para celebrarlo (la novela no lo dice pero yo sí) se comieron un bollu preñau, se tomaron una sidrina y bailaron al son de la gaita con los otrora salvajes carbayones.
Bromas aparte, basta leer este capítulo, único en la Historia de la Literatura, para darse cuenta del modo más bien laxo como se ha documentado Brown y la credibilidad que debe dársele a lo que de aquí en adelante diga.
Una vez evangelizados los astures ( pág. 82 ) volvemos a la escena del crimen, donde entre el atractivo Langdon y la no menos atractiva criptógrafa se ha establecido una complicidad (la gente guapa, ya se sabe, suele congeniar rápidamente). Juntando sus mentes privilegiadas, ambos conciben un plan para escabullirse de la Policía francesa, ciertamente pesada con esa manía casi tercermundista de no descartar per se a los estadounidenses como sospechosos de un crimen. El truco que emplean (en torno a la pág. 110 ) es realmente intrépido, inaudito, insólito (se me acaban los adjetivos en in-). Consiste en tomar un transmisor GPS que le han metido al guapo Langdon en el bolsillo mientras se miraba al espejo, arrojarlo digamos hacia la derecha y cuando todos los policías franceses van hacia allí, escapar ellos por la izquierda. Lo que son las inteligencias superiores…
Burlada así la Policía, y cuando ya van a abandonar el museo por la salida de emergencia, el apuesto Langdon se detiene unos segundos ( pág. 119 ) para darnos una breve conferencia sobre la proporción PHI, que se encuentra implícita en el nombre de SoPHIe. No tiene mucho, más bien nada, que ver con el caso, pero bueno, dejemos que el señor Brown se luzca con eso de PHI («la Divina Proporción» lo llama). La charla, ciertamente, resulta interesante, aunque se hubiera agradecido verla impresa en un opúsculo u hoja volandera más que en un tocho de 557 páginas.
En la pág. 124 acaba la charla sobre PHI y reanudan la huida. O eso pretenden, porque de pronto, como un fogonazo, descifran lo que el muerto ha dejado escrito a sus pies antes de morir («Diavole in dracon» y «Límala asno»). El profesor de Simbología y la experta criptógrafa, después de haber estado un largo rato pensando sobre ello, advierten de pronto ( pág. 126 ) que se trata de sencillos y simples anagramas en los que las letras están trocadas y vienen a decir, pues, «Leonardo da Vinci» y «La Mona Lisa». La solución era tan sencilla que les había despistado. Puede ser, pero ya anticipo al lector que esto de los problemas en apariencia irresolubles que luego resultan engañosos por su simplicidad será una constante en toda la novela, y si al principio la confusión resulta creíble luego lo cierto es que enemista al lector con unos personajes por completo estupidizados que no caen en la cuenta de lo que el propio lector algunas veces resuelve de un simple vistazo. En fin, un viejo truco (el del enigma en apariencia arduo pero de resolución sencilla) usado no digo ya en exceso, sino en catarata, en aluvión, a paletadas.
De esta manera, de “La Mona Lisa” (donde encuentran otro mensaje que tardan en descifrar, aunque es un simple anagrama) a “La virgen de las rocas” , otro cuadro de Da Vinci, pasando por un banco suizo en el que han de introducir una clave de acceso, al final facilísima, el bello profesor y la bella criptógrafa acaban encontrando ( pág. 241 , voy abreviando) un artilugio donde se encierra una clave, artilugio que si no se abre con la palabra exacta se destruye. Mucho me temo que al final la clave será obvia. A-B-R-I-R o algo así.
Por el camino hasta este artilugio han ido pasando delante de diversos cuadros de Leonardo y descifrando, así se le hace creer al lector, su significado oculto. Pero por más que se esfuerce Dan Brown en parecer apodíctico y definitivo, sus interpretaciones de los cuadros no dejan de ser subjetivas y el gesto, por ejemplo, de los personajes de “La Santa Cena” lo mismo puede significar una cosa que la contraria, y el paisaje que hay detrás de “La Gioconda” igual. En fin, una añagaza pseudo (pero muy pseudo) científica. Cuanto más cuando, como el lector sospecha y la revista «Quo» desveló en su número 117, el autor tergiversa, cambia o explica de manera tendenciosa muchos cuadros, ceremonias y rituales para hacerlos coincidir con sus tesis.
Y al fin, se preguntará el lector, qué se esconde detrás de tanta clave y tanto misterio. Bah, nada, sencillamente el Santo Grial. El inefable Santo Grial. Seguramente, cuando dentro de varios siglos se estudie este nuestro periodo histórico, se destacará la murga que hemos dado con el Santo Grial y los caballeros templarios, que aquí también aparecen, cómo no, para completar la tabarra. Estos son tiempos en los que los escritores, más que meter adjetivos o metáforas en sus páginas, meten templarios, cátaros y rosacruces, para captura de incautos que piensan que cuanto más extraño e incongruente se vaya volviendo un asunto más materia esconde.
En su huida de la Policía gala, huida en la que se detienen de vez en cuando para lanzar algún discurso o examinar algún cuadro, el apuesto profesor y la apuesta criptógrafa llegan ( pág. 274 ) a Versalles y acuden a la casa de un Sir inglés, máximo experto en temas grialísticos y casualmente amigo del profesor. Como buen inglés (Dan Brown siempre cuidando el detalle), se trata de un tipo excéntrico que tiene un mayordomo vestido con esmoquin y que siempre está tomando el té.
Este Sir tan peculiar y alejado del tópico da a la hermosa pareja la clave de lo que sea el Santo Grial. Se trata de la descendencia que tuvo Cristo con María Magdalena (la «Sangre Real»). María Magdalena, embarazada, huyó de Palestina (Brown dice que para garantizar la seguridad de su hija, pero se olvida decirnos qué peligros la acechaban) y se traslado lo más lejos posible, a la Galia. «El linaje de Cristo (dice Brown en la página 319 ) se perpetuó en Francia hasta que, en el siglo V, dio un paso osado al emparentar con sangre real francesa (hombre, «osado» no creo yo que sea el adjetivo), iniciando un linaje conocido como la Casa Merovingia». Casa Merovingia que reinó en Francia hasta que la destronó… ¿adivinan ustedes quién?… ¡Pipino el Breve! Pero, hombre, Pipino, ¿qué ha hecho usted? Al final, le van a estar bien empleadas las críticas.
Enfadado todavía con Pipino, hago notar cómo, para Dan Brown y su Sir, ese eterno mensaje críptico y esotérico que utilizaban los templarios y otros iniciados, que ha dado tanta literatura y que creen ver incluso en las películas de Disney, no es más que una reivindicación de la feminidad, del sexo, de la vagina, de María Magdalena en suma. El Santo Grial sería entonces, o sería también (aquí Brown se hace un pequeño lío), la tumba donde está enterrada María Magdalena y adonde los conocedores del secreto aspiran a llegar para orar. El hecho de que se haya ocultado esto durante tantos siglos y con tanto ahínco es que al estar la Iglesia Católica fundada por San Pedro, en contra de los deseos de Cristo, que delegó esta función en María Magdalena (y digo yo, que por qué no lo dijo con claridad entonces, por activa y por pasiva; a esto conduce la manía de Jesús de hablar parabólicamente; todavía causa perplejidad aquello que dijo a sus discípulos de «hoy me veréis, mañana no me veréis y luego me volveréis a ver»), al estar la Iglesia, iba diciendo, fundada por San Pedro, con la ayuda de Constantino (y déjate tú que no tenga también algo que ver Pipino), es una religión machista que no aguantaría que su jefa fuera una mujer. Como tampoco lo aguantaría el Opus, el brazo más ultraconservador y ultramachista de la Iglesia, que por eso, mientras el guapo profesor y la guapa criptógrafa van resolviendo acertijos, se ha dedicado a matar a todo quisque que esté en el secreto del Santo Grial (tarea ímproba si, como dice Brown, hasta la Disney está en el ajo, pero bueno). ¿Y por qué estas prisas repentinas de unos por esconder el secreto como sea y otros por desvelarlo? Pues muy fácil ( pág. 332 ): porque se acaba la Era astrológica de Piscis, tiempo de religiosidad, y empieza la Era de Acuario. Eso lo explica todo.
Cuando el lector todavía está boquiabierto por esta revelación, aparece Silas, el asesino del Opus ( pág. 342 ). El opus-killer . Pistola en ristre. ¿Qué es lo que quiere usted?, le preguntan. ¿Yo? El Santo Grial, responde. Ah, bueno, si es sólo eso… y le van a dar el artilugio donde está el último acertijo. Cuando el malo alarga la mano para cogerlo, el Sir de pronto le da un muletazo (es que casualmente usaba muletas, no es que fuera un nuevo El Litri) y le deja fuera de combate. Es que donde esté un Sir, y además cojo…
Pero no acaba aquí la cosa, porque apenas reducido Silas ( pág. 347 ) es la Policía francesa la que irrumpe en escena. No pasa nada, dice el Sir, que casualmente cuenta con un avión privado. Total, que cargan a Silas (no sabemos bien por qué) en el maletero de un coche y todos, incluso el mayordomo, toman el camino del aeródromo de Le Bourget. Una vez allí ( pág. 363 ), suben a bordo de un Hawker 731 con motores Garret TFE-731 (es que Brown lo leyó en un fascículo y se resiste a dejarlo pasar por alto) y toman rumbo a Gran Bretaña. Aprovechando el paso del Canal, descifran el último acertijo (al final, ¿lo dudaba el lector?, facilísimo en el fondo) que les señala que el próximo paso es en la ciudad de Londres. ¡Qué casualidad que ya estén a punto de aterrizar allí! ¡Qué suerte!
Pág. 409: El Hawker 731 con motores Garret TFE-731 va a aterrizar en el aeródromo de Biggin Hill. Allí le aguarda la Policía inglesa, a la que ha pedido ayuda la francesa. Cuando el avión aterriza, los agentes suben y descubren que a bordo se encuentran únicamente el piloto, el Sir y su mayordomo, contra los que, por ser británicos y aristocráticos, no pueden hacer nada. La explicación de este misterio en la página 415 : apenas tomar tierra el avión, el aparato aún en marcha, los otros ocupantes (Silas incluido) han saltado al suelo y se han ocultado en una limusina propiedad del Sir que había por allí cerca, a bordo de la cual reemprenden la búsqueda del Santo Grial. Con tales trajines, el apolíneo Langdon ha estado a punto de despeinarse, pero no, finalmente ha sido una falsa alarma, quiero decir que no se le ha movido el flequillo en éste el capítulo de mayor peligro de toda la novela.
A todo esto, debo hacer constar que digo «novela» por inercia, porque este libro ni por tener unos personajes creíbles, ni por desarrollar unas situaciones verosímiles, ni por seguir un hilo de pensamiento quitando allá sus muchas conjeturas pseudohistóricas, ni siquiera por su estilo puede llamarse novela. Todo lo más es un guión de cine (y malo) puesto en prosa.
El profesor, la criptógrafa y el Sir se paran a investigar en la iglesia del Temple ( pág. 441 ). El mayordomo y el asesino les aguardan en un callejón cercano; allí, hablando hablando, resulta que los dos conocen a «El Maestro». Entonces, somos compinches, parece que va a exclamar el monje. Pues sí, el mundo es un pañuelo, parece que va a replicarle el mayordomo. Para celebrar sus coincidencias criminales, ambos entran en la iglesia, capturan la clave del Santo Grial, capturan también al Sir y huyen en la limusina. En vista de ello, Langdon y la criptógrafa se ven obligados a tomar el metro (verídico) para cambiar de escena ( pág. 452 ).
Entretanto, los malhechores han metido al Sir en la limusina y han echado la mampara separadora por no aguantarle. De pronto ( pág. 461 ), les llama «el Maestro» para decirles que está muy contento con su labor, y que el del Opus se vaya a casa y el mayordomo pare en Saint James´ Park para tomarse una copa con él. Queda, pues, el asesino recogido en una casa del Opus y cuando el mayordomo llega al lugar de la cita ( pág. 473 ) allí está «el Maestro» esperándole con una copa de coñac. Bebe el mayordomo y resulta que el licor está envenenado. Muere, pues, entre dolores terribles y adjetivos espantosos.
La última pista, mientras, ha llevado al guapetón Langdon y a la hermosa Sophie ante la tumba de Newton. Examinándola están cuando, de pronto ( pág. 497 ), aparece el Sir raptado apuntándoles con una pistola. Y resulta que este Sir es el famoso «Maestro», con lo cual… la cosa no tiene ningún sentido. Si retrocede el lector al párrafo anterior (ya sé que es mucho pedir, pero…) verá que, por ejemplo, si el Sir era «el Maestro» y el mayordomo lo sabía, y ambos quedan solos en la limusina, ¿a qué razón se baja el Sir del coche para hacer como si estuviera esperando en el parque? Simplemente, por engañar al lector. De la misma manera quedan burdamente atados otros cabos sueltos, y el sufrido lector que ha conseguido llegar hasta aquí descubre que toda la intriga y todo el misterio no es más que un torpe decorado de cartón piedra.
Tramoya que llega a ser tanto más indignante cuanto en la pág. 520 la última palabra que da la clave del Santo Grial, después de que todas las adivinanzas han sido del tipo «oro parece, plata no es», resulta ser «POMUM», una palabra que no se nos explica qué quiere decir ni qué pinta ahí ni qué relación guarda con Isaac Newton y cierto planeta perdido, que eran las pistas. El lector se siente estafado, y no le consuela que en la página siguiente irrumpa la Policía francesa y los detenga a todos. No le consuela, no, porque queda por detener Dan Brown, reo de timo literario y de final fraudulento.
Pág. 523 : Silas, el asesino del Opus, muere porque ha llegado su hora.
Sin embargo, no acaba aquí la novela. El autor parece que nos concede una prórroga, en la cual se nos presenta al profesor y a la criptógrafa en una iglesia templaria de Escocia, buscando, ya sí definitivamente, el Santo Grial. Y ocurre que, en lugar del secreto tanto tiempo ansiado, ella descubre ( pág. 540 ) a una abuela y a un hermano que tenía perdidos y a los que ella, la verdad, no había echado de menos en todo el libro. Así que la cosa le hace ilusión, pero…
En la pág. 543 se deja caer que ambos hermanos recién encontrados podrían ser el linaje perdido de Jesús, es decir, la Sangre Real. Qué decepción. Yo, no sé por qué, me había hecho a la idea de que, al final, el descendiente francés de Cristo iba a ser Zinedine Zidane. Ya sé que es absurdo, pero por las pistas que me habían dado…
El profesor, por su parte, descubre ( pág. 545 ) que el Santo Grial no es tanto un objeto como la búsqueda de ese objeto, que le purifica a uno, como la sed de conocimiento que despierta, como el ansia de trascendencia, en fin, todas esas cosas etéreas y ascéticas con las que suelen acabar este tipo de novelas templarias y griálicas cuando llegan al callejón sin salida. Yo, como crítico, y por mi parte, puedo asegurar que estas largas 545 páginas de búsqueda del Santo Grial lo que han provocado en mí ha sido un feroz deseo de estrangular a este vendeburras llamado Dan Brown. No es muy deseo muy espiritual, claro, pero como dicen en esa misma página 545: «Su belleza está en lo etéreo de su naturaleza».
En la pág. 551 ocurre lo inevitable: el atractivo Langdon y la hermosa criptógrafa se dan un beso. Se ha hecho esperar pero al final ha nacido el amor. Dispuesto ya a tirar este libro (muy cívicamente) al contenedor amarillo, hete aquí, lector incombustible, que me sorprende un Epílogo donde, de pronto, el profesor se despierta en medio de la noche, se ducha, se peina, se perfuma (el aseo es lo primero), y luego sale a la calle y encuentra el Santo Grial. Si quieres asistir, lector, a este momento culminante, abre el libro por la página 554 . Yo, por mi parte, pese a esta sorpresa final, completo el movimiento y arrojo al contenedor esta novelucha llena de escenas incongruentes que poco aporta de claro, mucho de espeso, y no hace sino incrementar este barullo ya ridículo de esoterismo, mística medieval y sociedades secretas del que tantos están sacando negocio a costa de la gente fácilmente impresionable.